EL MUCHACHO POETA |
Tengo delante de mis ojos una
fotografía en la que puede verse a Antonio García Rodríguez junto a
Joaquín Lobato, al inseparable amigo de éste Wenceslao y a mí mismo, en
primer plano. Creo recordar que nos la hicimos en setiembre del 1978 o
1979, después de una actuación con el Colectivo 77 en las fiestas del Zaidín de Granada quizá, o de cualquier otra fiesta de barrio. Estamos
en un típico bar de la época, con su pizarra de cartón para el menú,
patrocinada por Anís la Cordobesa, su pila de cajas de Coca - Cola
amontonadas junto a la pared, una pared empapelada en rojo hasta la
mitad con un infame y pretencioso dibujo, estilo Segundo Imperio y un
friso de duelas de formica, imitación madera, cubriendo la parte
inferior. Al fondo una ventana enmarcada por una de aquellas espantosas
cortinas setenteras con estampado de extrañas flores redondas, verdes y
con cercos color mostaza, que imitaban vagamente a las flores opiáceas.
Todos, menos Wenceslao, llevábamos el pelo bastante largo y algunos
bigote, Antonio bigote y barba. Antonio está mirando más allá de la
cámara con un ademán muy suyo: la mano derecha apoyada con un gesto muy
flamenco en la cadera, mientras sostiene el cigarrillo en la izquierda,
levemente inclinada con cierta indolencia ambigua que contrasta
vivamente con la expresión grave de su rostro enmarcado por la barba, la
pelambrera y el jersey marrón anudado al cuello.
En aquella época todos
nos creíamos ya poetas. Poetas no consagrados todavía, -no habíamos
recibido ningún premio demasiado importante, no estábamos en ninguna de
las antologías canónicas-, pero empezábamos a tener cierta consideración
por parte de la crítica y, al menos, en el ámbito andaluz se nos
respetaba, se apreciaba nuestro trabajo. Antonio y yo éramos padres de
un hijo y estábamos a punto de tener otro, éramos profesores los dos, él
de instituto, yo de Universidad, y los dos trabajábamos activamente no
sólo en la agitación cultural sino también en la política. En aquellos
años del Colectivo 77 y la revista Letras del Sur, en la segunda
mitad de los años setenta, fue cuando sentí a Antonio más escritor, más
poeta. Creo que él se identificaba plenamente entonces con su vocación
más querida y creía firmemente que por aquel camino encontraría la
felicidad.
Cumplíamos entonces
casi quince años de amistad, quince años de amistad sobre todo poética.
Porque nos habíamos conocido mucho antes. Es posible que al ingresar yo
en el Instituto Padre Suárez de Granada en el año 1961 ya nos
conociésemos, pero el primer recuerdo que tengo de él es de 1964, cuando
ante una clase magistral -o conferencia, no recuerdo bien- del también
catedrático de la Universidad de Granada Emilio Orozco Díaz, Antonio y
yo, que coincidimos en esa conferencia o clase magistral, nos confesamos
mutuamente que escribíamos versos en secreto. Desde entonces, se fraguó
una amistad bastante larga e intensa en torno a nuestra común y
extravagante afición: el juego de hacer versos.
Dio la casualidad de
que vivíamos también muy cerca, a dos escasas calles de distancia.
Antonio quedó huérfano de padres muy pronto, a causa de un accidente, y
sus tíos lo acogieron cuando todavía era muy pequeño. Su tío era un
modesto practicante y, desde siempre, Antonio interiorizó un fuerte
sentido de la responsabilidad y del trabajo. Hizo todo el bachillerato
y, más tarde, los estudios de Letras, a base de becas, obtenidas gracias
a sus magníficas calificaciones, gracias a su disciplina de trabajo.
Recuerdo al Antonio de esos años como un compañero de instituto, de
lecturas, de conversaciones poéticas, pero no como un compañero de ocio
y mucho menos de las disipaciones típicas de la adolescencia. Sólo
practicando fútbol -era un magnífico medio centro organizador- y en
alguna sesión de cine.
Entramos juntos en la
Universidad durante el curso 1967/68. Aquí Antonio cambió un poco,
comenzó a salir con chicas, a frecuentar algunos bares, a fumar. Pero
esas nuevas actividades no le hicieron distraerse de sus principales
obligaciones: superar brillantemente cada una de las asignaturas para
seguir manteniendo su beca. Tampoco la nueva actividad que emprendimos
con verdadera pasión e ilusión. En el primer curso de Facultad conocimos
a otros compañeros, interesados por nuestra misma afición: la poesía.
Muy pronto, con Manuel Alvar Ezquerra, Domingo Faílde, Antonio Fernández
López y Rodolfo Martín Jerónimo constituimos el Grupo Poético “Tragaluz”
y, muy pronto, en Mayo del 68, la revista del mismo nombre. El nombre
del grupo y la revista nos lo inspiró la por entonces exitosa pieza
teatral de Antonio Buero Vallejo, que alguno de nosotros había visto
representada en el Generalife el verano anterior. Como ha señalado
Fernando Guzmán “el nombre escogido de Tragaluz tenía una lectura
simbólica que pretendía representar la situación cultural granadina, en
particular, y española, en general. Una metáfora de la luz en mitad de
la penumbra de la cultura franquista y adocenada de la clase media
española de los años sesenta”. A los citados se unieron más tarde
Guillermo López Lacomba, José María Ramos y José Antonio Fortes, y
siempre con un numeroso grupo de simpatizantes, también poetas y también
compañeros de Universidad en su mayoría -José Heredia, Joaquín Sabina,
Fanny Rubio, Joaquín Lobato, Justo Navarro, José Carlos Rosales, etc.-
fuimos publicando los varios números de la revista y participando en
numerosas actividades. Recuerdo cómo en el ambiente cultural granadino
impresionó el poema de Antonio “Mujeres de Nigeria 68”, publicado en el
número 2 de la revista:
Aquí hay que tragarse las palabras
o escupirlas con asco de serpiente
o dormirse en una playa de
ignorancia
o cortarse la vena más profunda
o vestirse de negro y olvidar a los
pájaros.
Porque aquí
se muere cada día en montones de
huesos olvidados
y se muere por nada.
Porque aquí
las mujeres han quebrado muchas
veces su tallo de junco
y han parido de bocas a la muerte.
La crítica que examina
ahora, con cierta perspectiva, la poesía de Antonio de aquella época,
suele coincidir en que se trata de una poesía con un fuerte carácter de
compromiso. Yo diría que era una poesía que alternaba esa vocación de
compromiso con la temática erótico-amorosa, mezclándola incluso en
ocasiones como ocurrió con el poema que incluyó Antonio en el número 1
de Tragaluz:
VENGO DEL MIEDO DE UNOS CUERPOS
ACABADOS,
del espasmo de un mar enriquecido,
para decirte,
aunque se quiebre mi garganta:
vamos,
es la hora de buscarnos
el desnudo;
frío como el paso sereno de una
tarde,
mudo como un ave perdida en su
semblanza,
limpio...
Había en estos poemas
-y lo hubo siempre en la obra posterior de Antonio- un fuerte tono
existencial. Un tono existencial muy de época, muy característico de los
últimos estertores de la decepción de la posguerra mundial por una
parte, y de nuestra propia posguerra por otra, y que todavía tuvo en
esos años bastante presencia en escritores muy leídos como Camus, Sartre,
César Vallejo, Herman Hesse y en manifestaciones culturales
aparentemente más frívolas como la llamada Chanson française. Muy
de época, pero simultáneamente muy arraigado en la desgraciada
experiencia personal del propio Antonio. Ese tono de “orfandad” tan
característico de la literatura existencialista, tan presente en Vallejo
y en otros grandes de la época, para Antonio era una carencia cotidiana,
un vacío que podía apreciarse claramente no sólo en lo que escribía sino
en cómo vivía. Esa desazón existencial, muy potenciada además por las
carencias de un ambiente cultural y social que, aunque comenzaba a salir
de la grisura que había presidido las décadas anteriores, todavía
presentaba enormes lagunas y unos modos de concebir la vida muy
atrasados y frustrantes, esa desazón existencial creó una especie de
mitología del suicida y el suicidio. Y esa mitología se encarnó en
Granada en el triste episodio de Pablo del Águila. Tanto Antonio como
yo, llegamos a ser muy amigos de Pablo en el año y medio escaso en que
lo tratamos íntimamente, y también llegamos a estar muy influenciados
por su poesía. Bajo este manto compuso Antonio la inmensa mayoría de los
poemas de su segunda etapa, la que le proporcionaría finalmente un
primer libro, serio maduro, libre de los titubeos adolescentes. Ese
libro en un claro homenaje a Pablo del Águila, homenaje que también se
repite en el tono épico culturalista del libro, aunque no exento a la
vez de una profunda emoción lírica, se tituló Libro de las fábulas de
los oscuros y claros caminantes y fue premiado y publicado en
Málaga. De ese libro, en cuya revisión atenta y reiterada durante varias
noches participé antes de que Antonio lo presentara a aquel concurso
organizado por los Cursos de Verano del Colegio Universitario de Málaga,
uno de los poemas que me parecen más significativos es la Fábula de
la tristeza que en las tardes anida:
Con lluvia voy mojando la tarde en
el tintero,
con lluvia voy templando las largas
embestidas
y ¿dónde tú, mi amor?
¿haciendo tú que cosas?
Te diría que el viento es como un
sable que se clava de golpe,
que nos deja, de pronto, doloridos,
maltrechos,
igual que los maizales en noches de
tormenta;
palabras te diría,
palabras,
inútiles montones de palabras:
tirarlo, abandonarlo, dejarlo
atrás.
La noche parece un hormiguero de
gente que regresa,
que vuelve, qué carajo, mas triste
que al principio
y porqué tanto estiércol cegando
mis pupilas,
tanta oscura neurosis inflamando
mis nervios.
Os pongo por testigos de todo lo
pasado.
Cambiadlo si queréis,
el mundo es sólo vuestro.
¿Qué vale la cerveza?
Yo tengo que marcharme.
Antonio acabó la
carrera e inmediatamente sacó las oposiciones a profesor titular de
Instituto. Se marchó a Utrera y se casó con Carlota, su novia de
siempre, la musa de sus primeros poemas. Después estuvo en Dos Hermanas
y más tarde en San Juan de Aznalfarache. Nos separamos. No sólo nosotros
dos, sino casi todos los demás. Muy pronto fundamos el Colectivo 77 y
casi inmediatamente la revista Letras del Sur. Ahora, después de
tanto tiempo, al escribir estas líneas, comprendo de improviso que la
puesta en marcha del Colectivo y de la Revista no se debió solamente a
nuestro interés por incidir y estar presentes, más allá de partidos y
banderías más o menos políticas, en la vida cultural andaluza que
arrancaba en aquellos años con tanta ilusión y tanta fuerza. No, la
fundación del Colectivo y de la Revista obedeció también, y quizá sobre
todo, a una necesidad afectiva general: la de seguir unidos más allá de
la distancia, de la madurez, del trabajo y de las responsabilidades
familiares. Tanto el uno como la otra eran una formidable excusa para
seguir planeando cosas juntos, para ejecutarlas, para vernos, en
definitiva, para sentirnos vivos.
Aquí llegamos de nuevo
a la fotografía inicial, a los argumentos iniciales. Yo sé que Antonio
con aquellos poemas que publicaría en la antología poética del colectivo
La poesía más transparente, aquellos poemas agrupados bajo el
título de “Poemas que no pueden leerse en zapatillas” y que
constituyeron, en rigor, su segundo libro, se sintió más poeta que en
cualquier otro momento de su vida. En ellos, Antonio pudo verter ya
claramente toda su inquietud social, todo su interés por elaborar una
nueva poesía comprometida, que respondiera a las inquietudes y los
problemas que se planteaban entonces, como un reto, a la hora de
democratizar el país y la región andaluza. Los poemas de entonces, son
tan musicales, tan cordiales, tan orales, tan dirigidos a un auditorio
popular que inmediatamente fueron musicados por distintos cantautores.
Siempre que los leo, no puedo evitar hacerlo con la música que a muchos
de ellos les compuso Miguel Ángel González y que interpretados por él
mismo, por La Barraca o por algún otro miembro del equipo de música,
aseguraban el triunfo del Colectivo en cualquiera de sus actuaciones.
Por ejemplo, el titulado “Os diré que trata mi próximo poema”:
de un miedo interminable que inunda
los balcones,
que asedia las esquinas del pobre
transeúnte;
de un miedo interminable sin bocas
a la aurora;
de un llanto como un río de viejas
juventudes,
de un río como un llanto que lo
anegase todo.
Yo he visto veinte años tirados por
la borda
y una esperanza ciega caminar sin
destino;
he visto que mis manos no dan al
horizonte
ni los rojos claveles florecen en
mi barrio.
Yo he visto mucha españa para la
edad que tengo;
he visto como el miedo se disfraza
con la máscara torpe de un bullicio
lejano.
Por eso me parece que cantar es un
crimen
y es un crimen tremendo no
mancharse las manos.
La última vez que vi a
Antonio con entusiasmo poético fue en 1983. Organizamos en Granada un
Congreso de Poetas Andaluces, el segundo que se organizaba con carácter
regional, y lo invitamos a él, a Joaquín Lobato y a otros miembros del
Colectivo. Recuerdo que me entregó una serie de poemas que estaba
escribiendo y con los que me gustó mucho haber coincidido en aquellos
años. Se trata de una serie de casidas en las que Antonio intenta
recuperar la lectura de la poesía árabe y persa que Federico García
Lorca hizo en su Diván del Tamarit. Yo había trabajado en esa
misma recuperación en poemas que estuve escribiendo en los primeros
ochenta y de los que quedó alguna muestra en el libro que firmé con Luis
García Montero, Tristia. En los años inmediatamente anteriores,
en realidad en los años de recorrido del Colectivo 77, Antonio había ido
componiendo un libro que tituló Para un proyecto de nuevas escenas
andaluzas, en el que intentaba revisar críticamente la mitología
épico-histórica andaluza, así como los tópicos y las leyendas
decimonónicas. Era un libro impregnado de cierto sevillanismo y con el
que no estábamos demasiado satisfechos sus compañeros y amigos, y creo
que tampoco él mismo. Sin embargo, era un libro que defendía siempre con
mucha vehemencia y que, ahora, con cierta perspectiva, creo que debió
ser el primer atasco serio en su trayectoria. Por esta razón, me alegró
doblemente el saber entonces que estaba iniciando un proyecto
completamente diferente, un proyecto que además yo valoraba como
potencialmente muy fructífero:
Ojalá que mis versos enternezcan
las torres de tu cuerpo
que ha cerrado
ese olvido que oculta irremisible
el collar de la hermosa
indiferente.
No volví a ver a
Antonio hasta 1989, no sé porqué nos distanciamos pero nos distanciamos.
Yo estuve muy cerca de la poesía y sus acólitos durante esos años y
quizá Antonio estuvo lejos no sé por qué razones. Cuando le pregunté,
siempre me respondió aludiendo a responsabilidades de tipo político y
sindical. Incluso una vez se justificó diciendo que él en la
adolescencia y la juventud cantaba, como Machado, lo perdido o lo
inalcanzable, y como estaba empezando a alcanzar muchas cosas, tanto
personales como profesionales, no necesitaba la poesía. Esa explicación
creo que me la dio en 1989 cuando me invitó a su instituto a hablar del
espíritu de la Ilustración, junto a Juan Carlos Rodríguez. Me decía eso
y simultáneamente me presentaba a su nueva mujer y me explicaba que se
había separado de Carlota, que ahora vivía con esta chica seria y
sobriamente elegante que me causó una inmejorable impresión. Yo no lo
creí, porque le conocía lo suficiente y sabía que toda aquella peripecia
tenía que haber producido muy buenos versos, a no ser que Antonio
estuviese definitivamente perdido para la poesía. Pero yo tenía razón,
como puede verse en esta antología:
POR UN VALLE DE SOMBRAS EL DOLOR
SU FICTICIA
apariencia de cuervo artificial
exhibe;
como víctima sola el amor se
desangra
al vaivén de confusos paraísos
ansiados.
El rocío del tiempo en su cáliz
recogen
a indeleble memoria las violetas
que alzaron
al esplendor su savia primitiva y
abierta
y a la humedad su forma feliz y
confiada.
Mercenarios del caos, aburridos y
ausentes,
coleccionan sus hojas y disecan las
alas
de soberbias y altivas mariposas
del sueño.
Mi corazón fue parte de la historia
y recuerda
el rumor de las fuentes en lo que
ya es tan sólo
un jardín siniestrado por el rencor
y el miedo.
No volví a ver a
Antonio más que en contadas ocasiones con motivo de algún viaje mío a
Sevilla. Le escribí alguna vez, le llamé por teléfono, y siempre me
hablaba de su nuevo libro a punto de aparecer, de la antología que
estaba preparando. Y siempre después de asegurar una y mil veces que la
poesía ya no le interesaba como antes le había interesado. Se separó de
su segunda mujer y volvió a casarse con otra. Supe que le había
sobrevenido el primer ataque al corazón por medio de un amigo común a
finales de los noventa. Recuerdo que le escribí y no me contestó. Sin
embargo, en 2005, cuando fui a presentar un libro a Sevilla, vino a la
presentación y se quedó luego a la celebración y pudimos hablar de
poesía y de amistad, como hacía mucho tiempo, hasta las tantas de la
madrugada. Me sorprendió ver que fumaba y bebía, me sorprendió que me
dijera que acababa de tener una niña pequeña, cuando yo le hablaba de
que mi hija se había casado y que pronto tendría nietos. No me
sorprendió que me asegurara que estaba preparando una antología con toda
su poesía para publicarla en breve y supuse que esta situación tan al
límite estaría proporcionándole muy buenos poemas:
No valió ni el recuerdo.
Sobrevivientes nuestros en un mundo
de sombras
buscando en el socaire de las
brumas un tibio
acontecer tocado,
tuvimos pena de la vida viendo
que la vida no era mas que el soplo
rebelde,
el aliento que busca sobrevivir
sabiendo
que el aliento se acaba.
Y pusimos un gesto de elegante
derrota,
un tierno corazón ante la luz de un
día
que, ruidoso, extrañaba
toda la historia con que fuimos
propios.
Estar ya fue milagro.
Dejar un halo de atención remota
nos pareció la única, aceptable
despedida.
Era el mismo Antonio de
siempre, sólo que más delgado y más cansado. No volví a verle más. Ahora
siento mucho el no haberme esforzado antes, como hice en aquellos años
setenta, para que la distancia y las obligaciones y los trabajos, no nos
separaran, no nos distanciaran como efectivamente nos distanciaron.
Ahora siento no haber disfrutado más de su compañía y de su magnífica
poesía.
Siempre admiré en
Antonio su extraordinario dominio del verso, su oído literario, su
conocimiento minucioso de la tradición, su curiosidad literaria, su
capacidad para aprender y asimilar todas las lecturas y las enseñanzas
valiosas. Creo que su poesía, tanto la editada en su momento como la
inédita que damos a la luz hoy, Guillermo López Lacomba y yo, en un
esfuerzo que quiere ser, sobre todo, testimonio de amistad, se movió
siempre entre el fervor del amor y la tremenda dificultad de vivir. Y
creo que esos son sus grandes temas, los temas que él, desde la
peripecia subjetiva e íntima, supo desplegar hacia la conciencia
colectiva y solidaria. Espero que, vosotros, lectores, amigos, aprendáis
a apreciarla en estas páginas, preparadas con mucho amor y mucho cuidado
y espero que, por ellas, por este “halo de atención remota” Antonio
llegue a perdonarme en algún momento de la eternidad tanta distancia,
tanto silencio.
Álvaro Salvador
|
prólogo
del libro LOS CUADERNOS DEL ESCOLAR de Amtonio García Rodríguez
(Islavaria, 2009)
www.islavaria.com |